Dos pasos y tocas las almohadillas, otros dos y vuelves a tocarlas. Un cubículo del que no se puede salir. Un cubículo lóbrego aunque la luz esté siempre presente. No saldré de aquí, pero no estoy loco. No está carente de justicia el hecho de que me encuentre entre cuatro paredes. Me lo merezco. La causa... bueno la causa es una de esas cosas que en un momento determinado no sabes por qué pero te parece buena idea.
El despertador debía tocar a las nueve menos cuarto pero un rato antes sonó el teléfono. Era Monique, mi novia. Tras un intenso y devastador monólogo, al que casi no presté atención, me dijo que sus padres llegarían a mi casa en torno a las siete y media pero que ella no lo haría hasta por lo menos las nueve menos cuarto. Estaba dormido hasta que una alarma sonó en mi cabeza y me instó a protestar vehementemente. "Será una situación incómoda. No conozco a tus padres" —le espeté. Ella me dio unas ocho mil razones para llegar tarde. Ocho mil razones que a mí me daban exactamente igual. Además, ¡qué demonios! se trataba de una cena en su honor, era su fiesta de cumpleaños e iba a llegar tarde, ¡qué valor! Tras una sosa despedida volví a la cama e intenté conciliar el sueño nuevamente, pero al rato recibí otra llamada y ya no pude volver a dormir.
Regresé a casa a las ocho en punto. Subí por las escaleras, la cena se hacía en la cocina. Abrí la puerta y, tras cruzar el marco, ya percibí ese aroma; un delicioso aroma que envolvía toda la casa. Una vez colgado el abrigo avancé hasta la sala. Cuidé que todo estuviese dispuesto a la perfección. En el centro una mesa victoriana con cubiertos de valiosa porcelana belga para 4 comensales. Al fondo, frente a la ventana, rodeada por unos sofás verdes de suave terciopelo, una pequeña mesa de cristal sostenía unas bandejas con entremeses. Unos entremeses a los que había dedicado enorme esfuerzo.
Estático, entre las dos mesas, observé mi obra en su conjunto. Me abstraí hasta el punto de no encontrarme realmente allí. Contemplé la sala como el que admira un cuadro en un museo. Con detalle, primero en su totalidad, luego centrándome en los pequeños matices. Todo estaba perfecto. En ese momento sonó el timbre, serían las ocho y cuarto. Despacio acudí hasta la puerta y con una de mis mejores sonrisas abrí. Allí estaba, preciosa como siempre. Cabello rubio recogido en un sutil moño, vestido de noche color hueso con escote generoso, que no vulgar. Bolso y zapatos a juego, por supuesto. Medias seductoras y un perfume tan suave como irresistible.
—Monique, cariño, llegas temprano —dije mirando el reloj.
—Sí, me he podido escapar un ratito antes. ¿Están mis padres? —preguntó mientras investigaba con la cabeza.
—No, no han lleg.... ¡oh dios mío! felicidades cielo —y le di un beso a la vez que la invité a pasar.
Entró y no se impresionó por la disposición de la sala. En realidad creo que ni siquiera se fijó. Le dije que se pusiera cómoda mientras yo terminaba de preparar la cena. Le ofrecí una copa de vino blanco y puse el toca-discos. Era la hora de Vivaldi.
LOS ENTREMESES.
—Prueba estos entremeses cariño. Receta de un respetado cocinero francés. De-li-ci-o-sos —los señalé mientras me dirijía a la cocina—. Monique. —insistí— venga, prueba uno.
—Qué raro que no hayan llegado mis padres ¿no se habrán perdido? —me preguntó con la boca llena y en voz alta, con cierta intranquilidad.
— ¿Te han gustado? —salí de la cocina con un delantal algo manchado. Manchado por lo que parecía salsa de tomate. Mi aspecto era ridículo.
—Sí, sí. ¿qué son? Tienen un aspecto raro, pero están deliciosos —dijo mientras examinaba una de las galletas con atención. Cubiertas por una crema blanca, casi gris y coronadas por una empalagosa cereza que le daba todo el sabor y que de sobra sabía que a Monique le encantaba.
—¡Secreto del cocinero! —le grité con una sonrisa.
Son casi las 21:00h, Monique había llamado tres veces al móvil de sus padres sin obtener respuesta alguna. Ella estaba inquieta, yo sumamente aliviado.
—La cena se enfriará —le sugerí. Ella aceptó aunque seguía nerviosa.
PRIMER PLATO.
Vivaldi continuaba sonando. El primer plato era una ensaladilla, servida con habas y una salsa espesa. Yo siempre con una sonrisa, a veces estúpida, dibujada en la cara. Monique seguía nerviosa. Le serví vino, comía poco pero asentía cuando le preguntaba si le gustaba.
A las 21.15h ya habíamos acabado el primer plato. Vivaldi estaba invitado y se dejaba notar. Monique había llamado otra vez, nadie contestaba. Había bebido tres copas de vino y comido todo el contenido de su plato. Incluso cuando me levanté para controlar el estado del postre, la vi rebañar con el pan en la salsa. Eso me llenó de satisfacción.
SEGUNDO PLATO.
Aunque no olvidaba la ausencia de sus padres ella estaba más animada. Vivaldi inundaba con melodiosas notas toda la casa. El segundo plato eran unos canelones de carne, cubiertos por una espesa salsa de tomate. Dudé hasta el último momento entre hacer los canelones o un suculento estofado, pero la falta de tiempo y la presencia en mi cocina de una potente trituradora de carne, me decantó finalmente por la pasta. Además sabía que era uno de los platos favoritos de Monique.
Había bebido una copa más del delicioso vino que le servía en su copa. Pese a ser una dama y actuar como tal, cuando Monique tiene un plato de canelones delante deja a un lado la etiqueta. Le serví tres grandes canelones, bañados en su salsa. Los pinchó con su tenedor y los cortó en dos con el cuchillo. En seis sensacionales y placenteros, a mi vista, a su paladar seguro, bocados acabó con ellos.
— ¿Hay más? —preguntó con un tono dulce, aunque sin poder esconder la voracidad que la poseía
—Por supuesto —gustoso le serví otros 3 canelones, después de llenar nuevamente su copa.
EL POSTRE.
Habíamos acabado. Los platos seguían sobre la mesa, cuando me levanté para ir a buscar los postres. El toca-discos seguía reproduciendo las melodiosas notas de Vivaldi. Monique estaba un poco borracha y también llena, pero seguía preocupada ante la ausencia de sus padres. Cuando regresé a la sala, portando dos copas de postre, metálicas, ella guardó su móvil en el bolso. Sorbetes de fresa gelatinosa con trocitos de algo parecido a queso, pero que no lo es. Le expliqué a Monique, que lo probó cuidadosamente tras haberlo olído, que se trataba de un postre japonés.
EL CAFÉ.
Las copas del postre descansaban sobre los platos, manchados todavía con los restos de los canelones. Eran las diez menos veinte. Nos sentamos en el sofá para tomar el café. Había bajado la luz, dando un toque más íntimo a la sala. El disco se había acabado, pero el toca-discos siguió funcionando produciendo un monótono sonido. Un sonido seco, un sonido siniestro. Le pregunté a Monique.
—¿Tus padres iban a traer el perro?
—Sí, puede ser. ¿Cómo lo sabes? —preguntó intrigada.
—Un perro grande, mayor, marrón. ¿Verdad? —insistí.
—Sí, así es Golfo. Lo tenemos desde hace mucho. Te gustaría mucho, es cariñoso —sonríe nerviosamente. Bien sabía que odio a los perros—. Pero ¿cómo lo sabes, creo que no te he hablado de él?
Cambié de tema rápidamente
—Es tarde, creo que es hora de que te dé el regalo. Cierra los ojos.
Ella obedeció ciegamente. Cierra los ojos y me ofreció una enorme sonrisa.
EL REGALO.
Metí la mano en el bolsillo de mi pantalón. El toca-discos siguió funcionando sin música, la luz es muy suave. Saqué un teléfono móvil. Marqué. Sonó el teléfono de Monique en el bolso.
Ella rápidamente se desentendió de la situación. Sin mirarme buscó en el bolso, cogió su móvil y dijo
— ¿Papá? ¿Dónde est...? —silencio— ¿Papá? Son ellos pero no contestan.
Entonces, por fin levantó la mirada y vio que tenía un teléfono en la mano. No paré de reír, me tapé la boca con la mano, pero las carcajadas se escabullían. Estaba colorado.
Por el contrario, Monique, perdida, todavía no había relacionado el teléfono que llevaba yo con el de sus padres. Silencio sólo acompañado por el seco ronroneo del toca-discos. Me miró fijamente, no entiendía nada.
—Monique, ¡el móvil!, ¡tus padres! —le dije sonriendo, lentamente, espaciando mucho las palabras. Y pensé, "vaya, me ha jodido la broma. No lo pilla".
— ¡Ahhh! el móvil... mis padres —dijo totalmente despistada.
—Verás querida, tus padres llegaron. Llegaron antes de tiempo, sobre las seis.
La luz baja, el sonido del toca-discos rebota en todas las paredes de la habitación.
—Y... ¿dónde están? —preguntó.
Mientras, yo no paraba de reír. Reía más y más, casi de una manera histérica.
—Con nosotros. Y el perro también.
—¿Cómo? no te entiendo —era ella quien sonreía ahora, pero forzadamente.
—A ver que lo piense.... en la ensaladilla había trozos del hígado de tu padre y aquella salsa que tanto te gustó llevaba flujos del estómago de tu madre. Los canelones estaban rellenos de carne picada, sacada de las piernas de ambos. El postre lo hice con el cerebro del perro y los ojos de tu padre. ¿sabes? los maté con un hacha —me giré y saqué un hacha de detrás del sofá—. Se la clavé en la cabeza y les estropeé casi todo el cerebro, sólo pude salvar un poco y lo unté en los entremeses, fue por eso por lo que tuve que decapitar al perro. No te iba a dejar sin postre ¿no? Y ¿qué me queda? ¡ahhh! el café. Bueno, el café era de Colombia.
Monique estaba paralizada, ni pestañeaba. Empezó a palidecer, se puso del color de la nieve.
— ¿Quieres un vaso de agua? —ella no se movió, yo me levanté para coger el vaso. Apagué las luces del todo. Ella gritó. Eran las 21.57. Salió corriendo hacia la puerta de la casa con dificultad. Yo grité, dije —¡¡¡NOOO!!!— y corrí hacia ella con el vaso en la mano. Al fin fue capaz de abrir la puerta. Eran las 21.58
—¡¡¡Sorpresa!!! —dijeron sus padres mientras sostenían una espléndida tarta de chocolate con el número 29 en velas. Golfo, el perro, estaba tumbado a sus pies.
21.58:12seg. Monique cayó al suelo. Yo me agaché. Sus padres también.21.59. Llamé a urgencias con el teléfono, que todavía llevaba en el pantalón. 22.06 llegó la ambulancia. 22.37. El médico certificó su muerte.
El despertador debía tocar a las nueve menos cuarto pero un rato antes sonó el teléfono. Era Monique, mi novia. Tras un intenso y devastador monólogo, al que casi no presté atención, me dijo que sus padres llegarían a mi casa en torno a las siete y media pero que ella no lo haría hasta por lo menos las nueve menos cuarto. Estaba dormido hasta que una alarma sonó en mi cabeza y me instó a protestar vehementemente. "Será una situación incómoda. No conozco a tus padres" —le espeté. Ella me dio unas ocho mil razones para llegar tarde. Ocho mil razones que a mí me daban exactamente igual. Además, ¡qué demonios! se trataba de una cena en su honor, era su fiesta de cumpleaños e iba a llegar tarde, ¡qué valor! Tras una sosa despedida volví a la cama e intenté conciliar el sueño nuevamente, pero al rato recibí otra llamada y ya no pude volver a dormir.
Regresé a casa a las ocho en punto. Subí por las escaleras, la cena se hacía en la cocina. Abrí la puerta y, tras cruzar el marco, ya percibí ese aroma; un delicioso aroma que envolvía toda la casa. Una vez colgado el abrigo avancé hasta la sala. Cuidé que todo estuviese dispuesto a la perfección. En el centro una mesa victoriana con cubiertos de valiosa porcelana belga para 4 comensales. Al fondo, frente a la ventana, rodeada por unos sofás verdes de suave terciopelo, una pequeña mesa de cristal sostenía unas bandejas con entremeses. Unos entremeses a los que había dedicado enorme esfuerzo.
Estático, entre las dos mesas, observé mi obra en su conjunto. Me abstraí hasta el punto de no encontrarme realmente allí. Contemplé la sala como el que admira un cuadro en un museo. Con detalle, primero en su totalidad, luego centrándome en los pequeños matices. Todo estaba perfecto. En ese momento sonó el timbre, serían las ocho y cuarto. Despacio acudí hasta la puerta y con una de mis mejores sonrisas abrí. Allí estaba, preciosa como siempre. Cabello rubio recogido en un sutil moño, vestido de noche color hueso con escote generoso, que no vulgar. Bolso y zapatos a juego, por supuesto. Medias seductoras y un perfume tan suave como irresistible.
—Monique, cariño, llegas temprano —dije mirando el reloj.
—Sí, me he podido escapar un ratito antes. ¿Están mis padres? —preguntó mientras investigaba con la cabeza.
—No, no han lleg.... ¡oh dios mío! felicidades cielo —y le di un beso a la vez que la invité a pasar.
Entró y no se impresionó por la disposición de la sala. En realidad creo que ni siquiera se fijó. Le dije que se pusiera cómoda mientras yo terminaba de preparar la cena. Le ofrecí una copa de vino blanco y puse el toca-discos. Era la hora de Vivaldi.
LOS ENTREMESES.
—Prueba estos entremeses cariño. Receta de un respetado cocinero francés. De-li-ci-o-sos —los señalé mientras me dirijía a la cocina—. Monique. —insistí— venga, prueba uno.
—Qué raro que no hayan llegado mis padres ¿no se habrán perdido? —me preguntó con la boca llena y en voz alta, con cierta intranquilidad.
— ¿Te han gustado? —salí de la cocina con un delantal algo manchado. Manchado por lo que parecía salsa de tomate. Mi aspecto era ridículo.
—Sí, sí. ¿qué son? Tienen un aspecto raro, pero están deliciosos —dijo mientras examinaba una de las galletas con atención. Cubiertas por una crema blanca, casi gris y coronadas por una empalagosa cereza que le daba todo el sabor y que de sobra sabía que a Monique le encantaba.
—¡Secreto del cocinero! —le grité con una sonrisa.
Son casi las 21:00h, Monique había llamado tres veces al móvil de sus padres sin obtener respuesta alguna. Ella estaba inquieta, yo sumamente aliviado.
—La cena se enfriará —le sugerí. Ella aceptó aunque seguía nerviosa.
PRIMER PLATO.
Vivaldi continuaba sonando. El primer plato era una ensaladilla, servida con habas y una salsa espesa. Yo siempre con una sonrisa, a veces estúpida, dibujada en la cara. Monique seguía nerviosa. Le serví vino, comía poco pero asentía cuando le preguntaba si le gustaba.
A las 21.15h ya habíamos acabado el primer plato. Vivaldi estaba invitado y se dejaba notar. Monique había llamado otra vez, nadie contestaba. Había bebido tres copas de vino y comido todo el contenido de su plato. Incluso cuando me levanté para controlar el estado del postre, la vi rebañar con el pan en la salsa. Eso me llenó de satisfacción.
SEGUNDO PLATO.
Aunque no olvidaba la ausencia de sus padres ella estaba más animada. Vivaldi inundaba con melodiosas notas toda la casa. El segundo plato eran unos canelones de carne, cubiertos por una espesa salsa de tomate. Dudé hasta el último momento entre hacer los canelones o un suculento estofado, pero la falta de tiempo y la presencia en mi cocina de una potente trituradora de carne, me decantó finalmente por la pasta. Además sabía que era uno de los platos favoritos de Monique.
Había bebido una copa más del delicioso vino que le servía en su copa. Pese a ser una dama y actuar como tal, cuando Monique tiene un plato de canelones delante deja a un lado la etiqueta. Le serví tres grandes canelones, bañados en su salsa. Los pinchó con su tenedor y los cortó en dos con el cuchillo. En seis sensacionales y placenteros, a mi vista, a su paladar seguro, bocados acabó con ellos.
— ¿Hay más? —preguntó con un tono dulce, aunque sin poder esconder la voracidad que la poseía
—Por supuesto —gustoso le serví otros 3 canelones, después de llenar nuevamente su copa.
EL POSTRE.
Habíamos acabado. Los platos seguían sobre la mesa, cuando me levanté para ir a buscar los postres. El toca-discos seguía reproduciendo las melodiosas notas de Vivaldi. Monique estaba un poco borracha y también llena, pero seguía preocupada ante la ausencia de sus padres. Cuando regresé a la sala, portando dos copas de postre, metálicas, ella guardó su móvil en el bolso. Sorbetes de fresa gelatinosa con trocitos de algo parecido a queso, pero que no lo es. Le expliqué a Monique, que lo probó cuidadosamente tras haberlo olído, que se trataba de un postre japonés.
EL CAFÉ.
Las copas del postre descansaban sobre los platos, manchados todavía con los restos de los canelones. Eran las diez menos veinte. Nos sentamos en el sofá para tomar el café. Había bajado la luz, dando un toque más íntimo a la sala. El disco se había acabado, pero el toca-discos siguió funcionando produciendo un monótono sonido. Un sonido seco, un sonido siniestro. Le pregunté a Monique.
—¿Tus padres iban a traer el perro?
—Sí, puede ser. ¿Cómo lo sabes? —preguntó intrigada.
—Un perro grande, mayor, marrón. ¿Verdad? —insistí.
—Sí, así es Golfo. Lo tenemos desde hace mucho. Te gustaría mucho, es cariñoso —sonríe nerviosamente. Bien sabía que odio a los perros—. Pero ¿cómo lo sabes, creo que no te he hablado de él?
Cambié de tema rápidamente
—Es tarde, creo que es hora de que te dé el regalo. Cierra los ojos.
Ella obedeció ciegamente. Cierra los ojos y me ofreció una enorme sonrisa.
EL REGALO.
Metí la mano en el bolsillo de mi pantalón. El toca-discos siguió funcionando sin música, la luz es muy suave. Saqué un teléfono móvil. Marqué. Sonó el teléfono de Monique en el bolso.
Ella rápidamente se desentendió de la situación. Sin mirarme buscó en el bolso, cogió su móvil y dijo
— ¿Papá? ¿Dónde est...? —silencio— ¿Papá? Son ellos pero no contestan.
Entonces, por fin levantó la mirada y vio que tenía un teléfono en la mano. No paré de reír, me tapé la boca con la mano, pero las carcajadas se escabullían. Estaba colorado.
Por el contrario, Monique, perdida, todavía no había relacionado el teléfono que llevaba yo con el de sus padres. Silencio sólo acompañado por el seco ronroneo del toca-discos. Me miró fijamente, no entiendía nada.
—Monique, ¡el móvil!, ¡tus padres! —le dije sonriendo, lentamente, espaciando mucho las palabras. Y pensé, "vaya, me ha jodido la broma. No lo pilla".
— ¡Ahhh! el móvil... mis padres —dijo totalmente despistada.
—Verás querida, tus padres llegaron. Llegaron antes de tiempo, sobre las seis.
La luz baja, el sonido del toca-discos rebota en todas las paredes de la habitación.
—Y... ¿dónde están? —preguntó.
Mientras, yo no paraba de reír. Reía más y más, casi de una manera histérica.
—Con nosotros. Y el perro también.
—¿Cómo? no te entiendo —era ella quien sonreía ahora, pero forzadamente.
—A ver que lo piense.... en la ensaladilla había trozos del hígado de tu padre y aquella salsa que tanto te gustó llevaba flujos del estómago de tu madre. Los canelones estaban rellenos de carne picada, sacada de las piernas de ambos. El postre lo hice con el cerebro del perro y los ojos de tu padre. ¿sabes? los maté con un hacha —me giré y saqué un hacha de detrás del sofá—. Se la clavé en la cabeza y les estropeé casi todo el cerebro, sólo pude salvar un poco y lo unté en los entremeses, fue por eso por lo que tuve que decapitar al perro. No te iba a dejar sin postre ¿no? Y ¿qué me queda? ¡ahhh! el café. Bueno, el café era de Colombia.
Monique estaba paralizada, ni pestañeaba. Empezó a palidecer, se puso del color de la nieve.
— ¿Quieres un vaso de agua? —ella no se movió, yo me levanté para coger el vaso. Apagué las luces del todo. Ella gritó. Eran las 21.57. Salió corriendo hacia la puerta de la casa con dificultad. Yo grité, dije —¡¡¡NOOO!!!— y corrí hacia ella con el vaso en la mano. Al fin fue capaz de abrir la puerta. Eran las 21.58
—¡¡¡Sorpresa!!! —dijeron sus padres mientras sostenían una espléndida tarta de chocolate con el número 29 en velas. Golfo, el perro, estaba tumbado a sus pies.
21.58:12seg. Monique cayó al suelo. Yo me agaché. Sus padres también.21.59. Llamé a urgencias con el teléfono, que todavía llevaba en el pantalón. 22.06 llegó la ambulancia. 22.37. El médico certificó su muerte.
3 comentarios:
mmmm... canelones...je
muy bueno!!
qué simpáticos los exóticos nombres de las novias...
Es increíble que, a pesar de haber leído esta historia unas cuantas veces (8 ó 10), me sigue impactando su final. Es digno de la Suegra.
Pues yo todavía no he leído ningún relato de la suegra, voy a esperar a que saque la película...
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